Escribe: Juan Antonio Rosado Zacarías desde México*
El lenguaje inclusivo es uno de los temas lingüísticos que más interés suscitan en la sociedad desde hace algunos años, ya sea por una declaración política o por la polémica de turno en redes sociales. En el siguiente artículo, Juan Antonio Rosado, su autor, proporciona algunos argumentos para responder si la gente que lo utiliza “ha caído o está por caer en una especie de fascismo lingüístico proclive a insultar, cuando no sancionar, a quien no lo utilice”.
En los últimos años, se ha pretendido forzar de una manera afectada e incluso ridícula nuestra lengua española. No es un fenómeno propio de México. Por ello, ante la casi imposición de algunos grupos e ideologías para que todos usemos su nuevo «idioma» llamado «inclusivo», cuyo afán es visibilizar maneras de ser (de tener identidades en la sociedad), en este artículo se proporcionan algunos argumentos para responder si la gente que utiliza este llamado «lenguaje inclusivo» ha caído o está por caer en una especie de fascismo lingüístico proclive a insultar, cuando no sancionar —como ha ocurrido en alguna universidad estadounidense— a quien no lo utilice.
En principio, nos enfrentamos a dos asuntos diferentes: los problemas sociales, por un lado, y lo lingüístico, por otro. Los primeros son problemas de verdad, problemas graves y auténticos. Nadie cuestiona lo anterior. Existen la discriminación, la falta de equidad entre los sexos, el sexismo, el clasismo y el racismo, la carencia de oportunidades, los homicidios por la orientación o identidad sexual, o por la condición social de la víctima, los atentados contra los derechos humanos más elementales, la homofobia, la desinformación, el desempleo, el menosprecio laboral por embarazarse o incluso ser despedida del trabajo por esta misma causa, entre miles de problemas de verdad. Ahora hay que preguntarse: ¿es el idioma, nuestra bella lengua española, un problema de verdad? Por supuesto que no lo es y ahora explicaré por qué.
Diga lo que diga la ignorancia y las posturas caprichosas, el español gramaticalmente siempre ha sido inclusivo y además, de todas las lenguas romances, es la que más componentes neutros tiene (palabras terminadas en -nte que adquieren su género por el artículo que se les ponga, los pronombres relativos «quien» y «quienes», el artículo neutro capaz de sustantivar adjetivos y volverlos sustantivos genéricos, pronombres demostrativos neutros, pronombres indefinidos, adjetivos genéricos, pero también el llamado «masculino», que debería mejor llamarse «masculino-neutro» o «neutro-masculino», pues se trata de una forma también genérica, neutra e incluyente con su artículo en singular o en plural (y también sin artículos). Y paso por alto otros muchos casos de palabras que en sí mismas son genéricas y, por tanto, morfológicamente neutras.
Desde un punto de vista histórico, las lenguas indoeuropeas clásicas y más antiguas (el sánscrito, el griego y el latín) cuentan con tres géneros gramaticales: el neutro, el femenino y el masculino. En latín, algunas formas del masculino coincidían con el neutro. Nuestra lengua española procede del latín oral, que por su evolución se simplificó de forma considerable, de manera que el género neutro se perdió casi en su totalidad, pero la «mentalidad neutra», el «pensamiento genérico e incluyente» ha permanecido a lo largo de todos los siglos que llevamos hablando castellano o español. He aquí el meollo del asunto. Tal como ya lo señalé en mi artículo titulado «¿Equidad de género o sexismo? El lenguaje incluyente es excluyente», el género gramatical femenino suele ser excluyente por cuestiones de concordancia gramatical. Pongo el siguiente ejemplo: si decimos «los libros y revistas compradas son bonitas», los adjetivos «compradas» y «bonitas» excluyen a libros; en consecuencia, usamos el genérico: «los libros y revistas comprados son bonitos». El masculino plural, al ser también neutro, incluye a libros y revistas. Adaptemos este ejemplo a personas y da lo mismo. Es asunto gramatical y no sexual. Asimismo, la «a» no necesariamente es un marcador exclusivo de femenino, como tampoco lo es la «o» para el masculino: palabras como astronauta, víctima, jurado o individuo pueden incluir a hombres, mujeres y otras identidades, sin importar que sean gramaticalmente femeninas o masculinas, como lo ha advertido la lingüista y filóloga Concepción Company. Lo anterior, sin contar la buena cantidad de palabras masculinas terminadas en «a» (planeta, tema, mapa, dilema, drama, sofá, problema…). Ocurre lo mismo con los instrumentistas y otras profesiones: guitarrista, flautista, pianista… No es una cuestión que ataña a los problemas sociales, que por supuesto deben resolverse por la vía del derecho y de las leyes. Lo que debe ser enmendado son las normas y, sobre todo, la educación moral y estética desde preescolar hasta la universidad. Sin embargo, mucha pobre gente en la actualidad no puede dejar de pensar en sexo. Hay una creciente obsesión que da pena ajena. Esta «generación de cristal» se ha vuelto cada vez más miedosa, cobarde, susceptible y acomplejada, y a toda costa desea hacerles ver a los demás que son mujeres o que no son hombres ni mujeres, sino otro género, muy distinto, como si a los demás nos importara la inclinación de los demás, como si nos afectaran las sexualidades ajenas. Cada quien, en la intimidad, entre adultos y sin forzar la voluntad de nadie (ni siquiera la de los animales) puede hacer lo que le venga en gana. Por desgracia, la cobardía y la susceptibilidad exacerbada producen violencia. El que asesina no es el valiente, sino el miedoso, el cobarde. Por eso regaña, por eso alza la voz en tono agresivo, impone (y no expone), y a veces también saca la pistola. Es el miedo lo que los hace insultar, agredir, matar. No niego que entre los conservadores patriarcales machistas haya miedo. Ellos empezaron por lo menos desde la Edad Media o antes con su profunda cobardía. ¿Qué individuo más cobarde que un inquisidor? ¿Qué cobarde más cobarde que un moralista tradicional que funge como autoridad política, militar o eclesiástica? El poder es cobarde en la medida en que recurre a la violencia para conservarse como poder. No obstante, ese miedo ya pasó al otro bando: al bando que desea sacar su intimidad a las calles. Por tanto, lo que debe hacerse es arreglar las cosas en la realidad.
Como lo expresé al principio: los problemas sociales son otra cuestión. En caso de que yo sea un patrón moralmente irreprochable, elegiré al más capaz, sin que me preocupe si es mujer, hombre, transgénero, homosexual, lesbiana, travesti o lo que sea. Me interesará que haga bien su trabajo, que sea profesional y honrado. Su sexualidad y sus inclinaciones íntimas me importan un comino. Cada quien logra la felicidad como puede; cada quien se visibiliza socialmente de modo positivo o negativo con sus acciones; cada quien hace con su cuerpo lo que desee, considerando que si se trata de una persona autodestructiva podría afectar a terceros. Para mí, resulta pueril e irrelevante pensar en cuotas: 25% de mujeres, 25% de hombres, 25% de transgéneros, 25% de… Esta actitud infantil —parecida a un clasificatorio juego de muñecas y muñecos— se convierte en algo absurdo, por no decir ridículamente siniestro. En el trabajo, lo esencial es la capacidad, la energía, la tolerancia, el interés que se demuestra, y no el sexo ni las inclinaciones íntimas. Tampoco son esenciales las pasiones, las vísceras ni las emociones. El trabajo no es un espacio donde haya lugar para lo sagrado de la intimidad. La religiosidad de cada quien también es algo íntimo, sagrado, que no debe mezclarse con las cuestiones comunes, ni siquiera mediante proselitismo ni propaganda en caso de que se trabaje en el ámbito religioso. La sexualidad y la religiosidad son cosas de cada uno. Hay entonces una lamentable confusión entre el ámbito privado y el ámbito social-laboral.
Pues bien, lo que ahora llaman «lenguaje inclusivo» no es sino producto de una profunda ignorancia lingüística e histórica, y también producto del miedo a enfrentar con activismo constructivo los males sociales; es producto de una frustración emotiva, como cualquier dictador. El «lenguaje inclusivo» es también una consecuencia del pánico a la falta de aceptación. Se trata de un miedo comprensible. Ser rechazado en un trabajo por la manera de vestir o de hablar es algo injusto, pero contra esto último es contra lo que se debe luchar, y no contra nuestro maravilloso idioma español. Como lo ha declarado en varias ocasiones la académica de la lengua Concepción Company, el llamado «lenguaje inclusivo» es un distractor, una gran «cortina de humo» para apartarnos de los verdaderos inconvenientes y dificultades.
Los problemas sociales permanecen y se empeoran mientras un coro babeante de robots repite todo el tiempo «niños y niñas», «maestras y maestros», «amigas, amigos y amigues» y destruye nuestra preciosa lengua, la lengua de sor Juana, de Laura Méndez de Cuenca, de María Enriqueta Camarillo, de Josefina Vicens, de Elena Garro, de Rosario Castellanos, de Inés Arredondo…, siete de las más grandes escritoras mexicanas. Y ese coro de autómatas sumisos y cobardes destruye nuestra lengua —una de las más importantes del mundo no sólo desde el punto de vista literario— con ineficaces tonterías que nada en absoluto solucionan, como esa inutilidad de escribir «compañerxs», «compañeres» o «compañer@s». La única utilidad de estas deplorables formas de escritura es dar palmaditas en las espaldas de los susceptibles o acomplejados, y de ningún modo en las espaldas de los auténticos activistas y políticos dedicados a trabajar por el bien social; de ningún modo en las espaldas de los verdaderos humanistas de la alteridad. Añado que utilizo aquí las palabras «susceptibles» y «acomplejados» como genéricas: incluyen a cualquier ente que se ponga el saco. Con todo respeto, genera tristeza tanta ignorancia, tanta desidia, tanta falta de activismo y de intenso compromiso sociopolítico. Lo bueno es que no es aún la mayoría la que destruye nuestro idioma. Somos muchos quienes todavía lo defendemos.
Consideremos ahora un asunto interesante: las lenguas evolucionan desde abajo, desde las clases y capas más populares, desde los dialectos más comunes. Las lenguas evolucionan de manera natural, espontánea, sin los regaños ni las llamadas de atención de ideologías, políticas o politiquerías. Así evolucionó el latín y así han evolucionado todos los idiomas. Las lenguas no evolucionan desde la imposición de una política o de una ideología. A eso yo lo llamo «fascismo lingüístico», ya que se le pone un corsé a la lengua, por no decir una camisa de fuerza. Con ese corsé se atenta contra la naturalidad del habla, se rompe su cualidad de economía y, por si fuera poco, se violenta su morfología y hasta su sintaxis. Los idiomas evolucionan por una necesidad popular. En latín se decía oculus, pero la gente común empezó a decir oclo para economizar letras; después se dijo oilo, y luego ollo, y después pasó mucho más tiempo y se dijo «ojo». También es tendencia natural del pueblo la diptongación de hiatos (pero no la hiatización de diptongos). Un ejemplo: vinea en latín se convierte en vinia, y luego en «viña». Eso mismo ocurre cuando se dice tiatro, maistro, contemporanio o golpiar, en lugar de teatro, maestro, contemporáneo o golpear. La economía y la sencillez es a lo que tiende toda lengua en su evolución natural. Por lo tanto, exhorto a que se deje nuestra lengua en paz y se haga activismo social productivo, denuncias, presiones políticas y gubernamentales para que las cosas cambien en la realidad, sin cortinas de humo ni distractores gratuitos. Si un individuo quiere que le llamen «compañere», llamémosle así, como si fuera su apodo. Así le gusta que le llamen y ya. Está en su derecho. Pero otra cosa es violentar más de diez siglos de evolución a partir de una ideología o política que puede ser muy útil socialmente, pero allí debe actuar: en la sociedad y no en la manera de comunicarnos ni de escribir. No hay lenguas machistas. El machismo está en la mente y en la actitud de cada quien. No hay lenguas patriarcales ni matriarcales. El patriarcado debe anularse en la realidad y propugnar un humanismo de la alteridad, incluyente y tolerante, sin afectar nuestra manera de expresarnos ni nuestra tradición lingüística, ni mucho menos la morfosintaxis del español.
Para terminar y para que no se diga que yo tengo algún conflicto con la alteridad o con grupos marginales o marginados, subrayo mi posición en un artículo que publiqué hace años, titulado «Por un humanismo de la otredad» (o de la alteridad, si se quiere), y también a continuación transcribo, con unas pocas modificaciones, un breve texto publicado en 2016. Se titula «Sexualidades ajenas».
Hay muchos tipos de libertades, pero todas se conquistan y a menudo con dolor. Derechos y obligaciones cambian, pero el espacio íntimo de cada individuo es inalienable y sagrado. En el terreno sexual, hemos padecido en México a una oleada de retrógradas que meten sus narices en la sexualidad ajena sin analizar la suya propia, a menudo estropeada por tabúes, prejuicios, culpabilidades, cinismos, doble moral, hipocresías y mentiras piadosas. Como todo aquí, la libertad sexual llega tarde, y cuando llega, los conservadores sienten el impulso de salvar a la sociedad y a la familia de todo comportamiento anormal. Sin respetar el libre albedrío que tanto pregonan, meten sus narices y otras cosas en la vida ajena, como si la sexualidad de los demás fuera para ellos un impedimento para vivir; como si de verdad les perjudicara lo que hace el vecino en la intimidad y sin forzar la voluntad de nadie.
Siempre he creído que un adulto es libre de hacer lo que desee mientras lo haga con otro adulto en la intimidad y sin forzar la voluntad del otro. En lo personal, soy heterosexual, pero hay muchas cosas que no me interesan en absoluto, y hay una en especial que siempre me ha importado un reverendo bledo: la sexualidad de los demás. He tenido amigos y conocidos de todas las orientaciones sin ningún conflicto porque hay otras cosas en un ser humano que me importan mucho más; en principio, su inteligencia, su capacidad, su energía, su sensibilidad y su actitud pacífica. Ya lo que cada quien haga con su vida íntima es asunto suyo mientras no perjudique directamente a quienes lo rodean. Neonazis, fascistas, católicos extremistas y ultraconservadores se hallan lejos de un pensamiento tan evolucionado. Se sienten muy bien siendo controlados y ejerciendo control sobre el prójimo. En México, país de madres solteras y miles de niños sin hogar o no deseados, la tradicional doble moral del catolicismo hincó sus raíces hasta lo más hondo. En este ambiente, la ultraderecha defiende a la familia y evoca a la Biblia, célebre libro lleno de incestos, poligamia, resentimientos, venganzas y patriarcado. ¡Qué hermosa familia! Y el Nuevo Testamento nos presenta a un dios soltero que perdona y da la otra mejilla, pero también seca una higuera, les destruye sus mercancías a unos comerciantes, les introduce demonios a unos cerdos que ni la debían ni la temían, y les dice a sus discípulos que abandonen a sus padres para seguirlo a él. ¡Qué hermosa familia! Hay un cúmulo de contradicciones ya analizadas por Bertrand Russell en su ensayo ¿Por qué no soy cristiano? A pesar de ello, persiste la fe, ¡y qué bueno que así sea!… Es necesaria, mientras no pisoteen los derechos de los demás ni se anden preocupando por la sexualidad de los otros para condenar, por ejemplo, a homosexuales o transgéneros con el fin de «defender la familia». He ahí su argumento de oro: «la familia», o mejor dicho, el modelo de familia que les ha impuesto el negocio de la iglesia (no la poligámica familia bíblica).
Sin embargo, mientras piadosamente hablan en favor de la familia, cientos de curas célibes que no se responsabilizan por hijo alguno, destruyen las vidas de miles de niños (¡ahora falta que los ultraderechistas nieguen la pederastia que, como el cáncer, se ha expandido en la iglesia!). Y mientras hablan en favor de la familia, otros miles de curas producen madres solteras, hijos naturales a veces abandonados en basureros. Esta gente no sabría educar a un hijo, ni siquiera proveerlo de lo mínimo. Ellos viven entre hombres, así como las mujeres (monjas) viven entre mujeres. ¡Qué hermosa familia! Y lo hacen con sus manías, sin preocuparse de un hijo enfermo, y cuando lo hacen (a medias), lo llevan a la publicidad, como aquella santa señora de Calcuta a quien todos conocemos. Esta gente no cree en el karma (las acciones y sus efectos) ni en las energías ni en la reencarnación; por tanto, puede hacer lo que le venga en gana. Si al final de sus días se arrepiente, será absuelta por su dios misericordioso y se irá derecho al cielo, aunque haya violado o producido madres solteras. ¿Tal es la civilización de quienes defienden la familia? ¿Por qué mejor no defender las libertades? Los conservadores deberían abrir un poco su mente y convencerse de que cada quien puede salvarse o condenarse si así lo desea. Y si dos o más personas deciden convivir juntas en un hogar y sienten que su convivencia es estable, aunque no sean una familia «normal», ¿por qué atentar contra su felicidad? Habría que aconsejarles a los acomplejados que primero analicen su propia sexualidad y la de sus psicóticos ministros antes de meterse con la sexualidad ajena.
* Juan Antonio Rosado Zacarías es Narrador, ensayista poeta y crítico literario nacido en México. Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas, maestro en Literatura Iberoamericana y doctor en Letras por la UNAM.